UNA CLASE DE MEDICINA

 

Rubén Omar Sosa escuchó la lección de Maximiliana en un curso de terapia intensiva, en Buenos Aires. Fue lo más importante de todo lo que aprendió de sus años de estudiante.

Un profesor contó el caso. Doña Maximiliana, muy cansada por los trajines de una vida larga sin domingos, llevaba unos cuantos días internada en el hospital, y cada día pedía lo mismo:

- Por favor, doctor, ¿podría tomarme el pulso?

Una suave presión de los dedos en la muñeca, y el le decía:

- Muy bien. Setenta y ocho. Perfecto.

- Si, doctor, gracias. Ahora, por favor, ¿me toma el pulso?

Y él volvía a tomarlo, y volvía a explicarle que estaba todo bien, que mejor imposible.

Día tras día, se repetía la escena. Cada vez que él pasaba  por la cama de doña Maximiliana, esa voz, ese ronquido llamaba, y le ofrecía ese brazo, esa ramita, una vez y otra vez, y otra.

Él obedecía, porque un buen médico debe ser paciente con sus pacientes, pero pensaba: “Esta vieja es un plomo”. Y pensaba: “le falta un tornillo”.

Años demoró en darse cuenta de que ella estaba pidiendo que alguien la tocara.

 

                                  Eduardo Galeano

                                    (uruguayo)

 

 

 
 
   
   
 

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