CAMBIAR UNO MISMO

 

Cuando comencé a trabajar como vendedor, el primer producto que vendí eran seguros de salud. El programa era especial porque combinaba el poder adquisitivo de los trabajadores autónomos para que obtuvieran mayor cobertura y mejores tarifas. Habiendo sido antes un trabajador autónomo, yo comprendía muy bien el valor de este concepto y del producto. El precio era competitivo y la cobertura amplia. En seis semanas, obtuve la licencia, y durante ese lapso mi expectativa creció y creció. Estaba ansioso de ponerme frente a los clientes y decirles lo estupendo que era el producto.

Mi gerente de ventas nos enseñó que para tener éxito en este negocio era necesario obtener quince citas por semana. Sin embargo, aunque yo tenía quince citas por semana durante el primer mes, sólo concretaba una venta por semana mientras que otros vendedores concretaban cuatro o cinco. Me desanimé y pensé en renunciar. ¿Por qué los clientes no veían el fantástico que estaba vendiendo? Comencé a pensar que tal vez la culpa era mía.

Le pedí al vendedor más importante de la oficina que me permitiera acompañarlo en una presentación. Aceptó, y a los cinco minutos de iniciada su presentación me di cuenta de todo. Era evidente que esta persona estaba allí para ayudar a los clientes, no a sí mismo. Eso era lo que me faltaba a mí.

El caso es que me hice vendedor por la posibilidad que me ofrecía esa profesión de ganar mucho dinero. Obviamente, eso lo percibían mis clientes. Yo estaba allí para ganar mucho dinero y, en consecuencia, ganaba muy poco.

Cuando dejé de lado la comisión y comencé a preocuparme por el cliente, no sólo hice muchas ventas, ¡sino que me convertí en el agente más importante del país! Sin embargo, en última instancia, ¿qué cambió? El producto, el precio, la competencia y todo lo demás era igual. Lo único diferente era yo, y eso hacía toda la diferencia del mundo.

 

 

 
 
Oscar Domenech (odomenech@hotmail.com)
   
 
 

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